El cerebro como interfaz

Por Enrique Dans*

La posibilidad de una comunicación directa entre el cerebro y las máquinas parece estar convirtiéndose en una de las obsesiones de Silicon Valley y de algunos de sus personales más emblemáticos: dispositivos capaces de captar las señales emitidas por nuestra actividad cerebral, ubicarlas dentro de su topografía, y vincularlas con determinados estímulos o comportamientos, con la posibilidad de ir descifrando su significado y, posiblemente, de obtener formas de generar conexiones voluntarias.

Utilizar señales cerebrales captadas mediante scanners sencillos para accionar los controles de juegos en entornos de realidad virtual, por ejemplo, es una de las aplicaciones que se barajan no solo por el interés en sí misma, sino como clave para extraer aprendizaje sobre esa interfaz. Poner a una persona a jugar en un entorno virtual al tiempo que una serie de electrodos situados en un casco capturan las señales de su cerebro puede permitir vincular las señales emitidas con determinados comportamientos, e incluso mapear respuestas que se producen de manera involuntaria ante determinados estímulos. Con cascos de ese tipo cada vez más baratos y sencillos pero capaces de captar con cierto nivel de precisión la localización de determinadas señales, las posibilidades de aislar señales que el usuario pueda generar y utilizar de manera consciente apuntan a usos cada vez más ambiciosos.

Dispositivos capaces de escanear nuestra actividad cerebral con el fin de aislar respuestas y vincularlas con determinadas sensaciones o comportamientos llevan utilizándose en el ámbito del neuromarketing bastantes años, para tratar de entender las respuestas de los consumidores a determinadas señales o patrones. De hecho, ya existen compañías que comercializan el equivalente a focus groups o estudios de mercado para estudiar reacciones de consumidores ante un producto determinado o para decisiones de pricing. Pero ¿qué pasa cuando se empieza a hablar de dispositivos capaces de detectar esas señales de manera no intrusiva, y de, por ejemplo, conectar nuestro cerebro con la nube? ¿Podemos plantearnos el envío de señales entre personas, como se ha hecho en algunos experimentos, e incluso llegar a sistemas de comunicación prácticamente telepáticos? ¿Redes sociales en las que compartimos experiencias cerebrales completas, en lugar de fotografías o vídeos? ¿Implantes de memoria con capacidad de almacenar y volver a enviar recuerdos al cerebro? En el fondo, hablamos de tecnologías que llevan, en algunos casos, bastante tiempo en estudio con resultados hasta el momento escasamente prometedores, pero nunca se sabe cuando ni en función de qué puede surgir una discontinuidad en esa evolución.

Aislar señales emitidas por el cerebro es una cosa, medirlas adecuadamente y procesarlas para llegar a entenderlas es otra, y llegar a hacerlo además con un dispositivo que no implique estar aislado en una cámara anecoica y que pueda utilizarse en el día a día sin tener un aspecto completamente siniestro es otra muy diferente. Pero entre accionar los controles de un juego mediante estímulos cerebrales y vincular esos mismos estímulos con otras tareas, la distancia no tiene por qué ser tan elevada, y todo indica que no van a faltar emprendedores dispuestos a intentar recorrerla.

¿Ciencia-ficción o realidad?

*Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE Business School desde el año 1990.

Este artículo se publicó originariamente en el blog del autor